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04 octubre 2014

Anotaciones al margen / Óscar Cornago*

Nos quedamos con el lugar de la quiebra, con el dolor como principio de realidad; un dolor individual que puesto en escena, o sea, hecho público, se convierte en pura contradicción que alimenta el arte –social por escénico-, el otro arte… ¿sin andamios?

El dolor como vía de salvación, una posibilidad imposible, un gesto al que entregarse, convertidos voluntariamente en espectáculo de plaza pública, como los mártires de la Antigüedad o los mártires modernos de las revoluciones, de las revoluciones políticas o artísticas, por detrás queda la ley que llevó a unos y otros hasta ese lugar de exposición, que es el lugar de la víctima, ¿víctimas políticas, víctimas artísticas? Luego vendrán los que no tienen opción ni política ni artística, los mártires anónimos del capitalismo, las víctimas del hambre.

El sueño de ser lo que no se es, de convertirse en algo diferente.

El arte es aquello que queda más cerca de esa imposibilidad hasta casi confundirse con su realización en un instante soñado que se hace realidad; en ese presente estallan los tiempos y las historias, explotan los sujetos y las identidades, se desintegra la representación para afirmarse como esa imposibilidad, y sin embargo presente, que es el arte. En busca de ese lugar de exposición, de inmediatez, se fue teatralizando el arte y la política, en un intento desesperado por ser cada vez más lo otro, eso otro que queda siempre fuera de la escena. La expresión de esa ausencia es la posibilidad de hacer presente lo que no está, invocarlo como si se tratara de un ritual que necesita por fuerza de la participación de los otros, el ritual de ofrecerse a un imposible, el ritual del mártir.

Invocar la belleza, el amor, la justicia, conduce extrañamente a invocar lo que ya no es, por eso es tan escénico, un diálogo ininterrumpido con lo ausente, la ausencia de los otros y la ausencia que llevamos nosotros mismos dentro, un diálogo con la muerte y los muertos que nos habitan, con uno mismo como algo que pudo ser sin llegar a serlo, como algo que ya fue, que ya pasó, y que, a pesar de ello, sigue pasando en cada representación, el niño –o la niña, tendríamos que decir- que llevamos dentro, cara a cara con los otros, en cada nueva ceremonia de exposición, con cada nuevo exilio, bajo el peso de lo que vuelve a hacer posible la tragedia de no tener dioses. En la escena (de la representación) resuena el grito sordo de ese no poder ser, de ese querer ser otra cosa, un grito de dolor como posibilidad de lo real; no es el grito que se oye, ni las lágrimas que caen, es el silencio que queda entre medias.

*Fragmento de “Anotaciones al margen” de Óscar Cornago, epílogo del libro “La casa de la fuerza” de Angélica Lidell. Ediciones La Uña Rota, marzo de 2014.

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