Buscar este blog

10 mayo 2014

Carmen y Elena (A Carmen Alardín, post mortem)

Conversaba con Carmen Alardín en los Jardines de Cervecería sobre los valores literarios de la época actual cuando Elena Poniatowska me llamó por teléfono para ofrecerme un trabajo. Quería ayuda en una investigación que le llevaría con los asesinos de dos poetas y activistas desaparecidos en los años sesentas, cuyos hijos, dos periodistas y activistas, han sido asesinados durante el gobierno de Felipe Calderón. Me aseguró que tenía muchas pistas, que les había seguido la huella por muchos años y que con los asesinatos de Roberto Berrones y de Arturo Domínguez Amador todo se había esclarecido de pronto.

Según Elena requería alguien joven y poco conocido en el centro del país para dar con ellos. Antes de que yo le pudiera hacer una pregunta me dijo que había mucha gente desperdigada en el interior del país que podía hacer aquel trabajo, periodistas y activistas que se jugaban la vida a diario publicando sus reportajes en todos los medios, pero que había recurrido a mí porque yo no tenía ningún interés particular en la vida política del país, nadie me conocía en el Distrito Federal y además lo hacía como un favor, dado mi interés en mudarme de ciudad y mis deseos de cambiar de empleo, o más bien, mi situación de desempleado. Por todo eso pensó en mí. Faltaba que yo aceptara el encargo. Dije que sí de inmediato y le comuniqué a Carmen la noticia.

-¿Entonces te vas para el DF?

-Es lo más probable, dije yo.

-¿Y cuándo terminaremos nuestras discusiones?

-Volveré pronto…

-Tal vez no regreses nunca. Ese trabajo puede ser el último, me dijo en tono de reproche.

Carmen Alardín y yo solemos pasar las tardes de nuestros sueños discutiendo sobre literatura, que es la actividad por la que se nos reconoce en el mundo de la vigilia. Ahora, nuestras disquisiciones, que no nos llevarían a nada útil, salvo quizás, momentos extremos de placer verbal, se verían interrumpidas por mi salida abrupta. Sin embargo percibí en el tono de Carmen un resabio de mujer celosa. Por lo cual le contesté un poco contrariado:

-No quiero volver a discutir sobre eso.

Carmen sabía de mis demás actividades, se las había contado en Praga y en Buenos Aires, en otros encuentros igual de placenteros como el que hoy teníamos en los jardines de Cervecería.

-Pero puede serlo. Esto de meterse con los miembros del partido no es un juego.

Ninguno de los casos que he resuelto como Aníbal Dupeirón, mi nombre en el mundo de los sueños, ha sido un juego; al contrario, me he jugado la identidad, como cuando un luchador se juega la máscara, y no sólo eso, en el caso de los kilos de mariguana encontrados en el cementerio de Tamaulipas, me jugué incluso la vida. Todavía hay quienes que me buscan para matarme, le respondí.

-Este trabajo suena especialmente peligroso. Podrías perder la vida.

-Ocuparíamos montones de páginas que aburrirán a los lectores si discutimos sobre eso, le advertí.

-Ay, los lectores, por poco y los olvido, dijo, vaya a saber quiénes son y cómo darles gusto. Yo prefiero discutir sobre el carácter metafísico de la creación verbal, pero veo que tú prefieres la investigación privada. Cuando termines búscame. Que tengas éxito.