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20 mayo 2010

Ficciones / La mujer tardía

Es que son trece años mujer, trece años de esperarte. Cómo quieres que reaccione. Me he sentido, cómo explicarlo, pues sólo, aunque me hayas mandado tantas cartas y ahora me digas que lo sientes, que siempre me has amado, no es posible así de un día para el otro acostumbrarse a ser querido. Así como no fue posible para mí ver cómo te alejabas, como poco a poco me fuiste dejando hasta que sólo fue posible saber de ti por medio de las cartas. Un hombre tras otro, no me jodas. Ya no somos jóvenes, no habrá mucho que podamos disfrutar tú y yo juntos…

¿qué quieres? ¿a qué has venido? Yo estaba muy a gusto tomándome el café de las cinco de la tarde, porque has de saber que desde hace siete años todos los días bebo café a las cinco de la tarde, a veces té, pero prefiero el café porque me mantiene despierto y en eso estaba yo, poniéndole al café una cucharada de azúcar, cuando te apareces de repente, me diste un susto enorme. Es que no es posible, mujer, así de un día para el otro borrar todo el olvido en el que me has tenido. Cierto que me has dicho que todos los días me recordabas o casi todos, que suspiraste por mi durante tu ausencia, que ninguno de tus hombres te hizo nunca sentir como yo, pero a mi edad, mujer, venirme con esos cuentos, yo ya no estoy para promesas de ninguna especie, ni para llantos.

Lo que no me cabe en la cabeza es cómo, después de trece años te has atrevido a dar la cara. No, si no es que yo te diga que me debes algo, ni siquiera hijos tuvimos, (ya no los tendremos). Pero no me pongas esa cara que lo haces parecer terrible, y no, no es algo tan terrible. Después del primer año te lo paso, podía ser muy terrible, porque tenía esa sensación de angustia, que se fue transformando en algo tan común… no imaginas cómo se puede uno acostumbrar a todo, incluso a tus cartas, a tus palabras de aliento, a tus promesas de volver. Tus palabras fueron alfileres que clavé en mi pecho con orgullo, pero hasta el orgullo cansa y uno se hace fuerte, se curte, dicen por acá y lo que me hizo suspirar terminó por enfermarme. Depresión dijeron los doctores. Nunca fue fácil leer tus cartas, me fueron matando el alma. Debiste haber dejado de mandarlas. Debiste haberme dado por muerto.

Un hombre no puede vivir con celos tantos años, hasta los celos cansan y luego uno va entendiendo que son puras fantasías… Te has sentido sola pero has vivido acompañada, lo que pasa es que tienes miedo… ahora que tu marido se murió te ha dado miedo… yo no te puedo abrazar, ni besar… Creo que me sequé por dentro… Ya no necesito una mujer a mi lado, no podría atenderte, y no necesito que me atiendan. Ya no. Te demoraste mucho.

Dormir juntos a esta edad es no tener vergüenza, y yo he cultivado la vergüenza. Mira mi cuerpo, ¿no te parece medio muerto? Es bueno saber que me has amado, pero si a eso has venido te hubieras evitado la molestia, ya lo decías en las cartas. Me hubiera gustado más experimentar tu amor mientras hubo aquí vitalidad. Tú tampoco estás para estos trotes, deberías ir a casa a descansar y espantar a tus fantasmas, ¿cómo que cuáles? Pues yo, yo soy un fantasma y cuando des media vuelta de regreso a tu vida me habré esfumado. No llores. Cómo puedes llorar después de tantos años. ¿Cómo le haces para actuar tan bien como mujer cuando ya la feminidad se te ha escapado entre las piernas? Si, está bien, es ardor. No te tuve para mí cuando podía, está bien, tú ganas, tienes razón, es ardor, pero cómo explicarte, ya no se trata de quién gana o de quien pierde, es que no vamos a recuperar nada y no quiero que te mueras a mi lado. Esta es mi casa… y no quiero que digan “Murió la niña de abandono”, ¿has oído alguna vez esa frase?, se refiere a las flores que no son regadas, se marchitan… se nos va el gusto por la vida, o que se yo.

Hubieras llegado antes. ¿De qué podríamos hablar? ¿De todo aquello que no hicimos juntos: planes y viajes, aventuras, besos y sorpresas que nos deparaba el mundo? No es justo. Ya no vamos a recobrar nada. Es puro tiempo perdido y no hay vuelta de hoja. No, no te estoy echando. Tú no nunca has vivido aquí. Te lo pedí muchas veces pero te negaste. Esta no es tu casa, ni yo soy quien recuerdas. Eres mi última pena y yo tu último fantasma. Hay que decir adiós, mujer, hay que saber decirlo hoy. Ya sé que a eso has venido y no a quedarte, has venido a despedirte porque te has enterado que morí a las cinco de la tarde, mientras bebía el café. Confundí el veneno para ratas con azúcar, pero carajo, siempre me impresionas, ¿cómo te enteraste?, y sobre todo, ¿cómo te atreviste a visitarme después de tantos años? ¿A eso le llamas amor? No, mujer, eso es no tener vergüenza.

12 mayo 2010

Ficciones / Una familia de cerdos


Había un hombre vestido de ropas que no eran nuestras ropas. Créanme si les digo que este hombre se llamaba a sí mismo un devoto del señor Chaitanya. No, yo no sabía quién era el señor Chaitanya, ni nada de devotos. De hecho al principio sentí miedo, ya sabes, ese miedo característico que sienten las personas cuando se enfrentan a algo desconocido, cuando sabes que algo no va a andar bien en tu cabeza, porque alguien o algo la sacude con ideas extremas o radicales.

Yo asistí muy paciente a la plática del hombre ese, pero salí nervioso. Habló de la teoría de la reencarnación, del karma acumulado en nuestras vidas pasadas, de un dios de color azul llamado Krishna, que es el más atractivo de todos, y de regulaciones para la vida.

Nunca, créanmelo, había oído hablar así a un hombre vestido con esas ropas, lo que decía eran disparates: el alma que transmigra de un cuerpo a otro eternamente; que a este mundo sólo venimos a sufrir y de hombres que alcanzan la divinidad en otros planetas, creo que dijo eso. Hasta ese momento todo me parecía literatura, una buena y feliz literatura que hablaba de un mundo ficticio, del cual este hombre había escapado. Pero cuando llegó al tema de la carne no pude más. No debemos comer carne, aseguró, porque aquel que come carne multiplica la violencia. Explicó que la muerte se ha convertido en el negocio de mucha gente, no sólo traficantes de drogas, sino también de comerciantes. Lucran con la muerte, dijo. El miedo del animal ante la muerte es lo que nos comemos y lo que comemos es lo que somos.

Yo sí dije, este tipo ya se pasó de lanza, mira que echarle la culpa de la maldad natural de la gente a la carne de los animales. El tipo tenía a todos embobados, excepto a uno que estaba a un lado mío, que me dijo en voz baja, ¿cómo ves?, ¿cómo que se le han subido a la cabeza las lechugas, no? Pero no me causó risa su chiste y salí de ahí enojado.

De puro coraje, yo creo que fue por el coraje, sentí un hambre repentina y me metí a unos tacos. Juro que he visitado muchas veces ese puesto de tacos y nunca me había sentido incómodo. Hasta el día de hoy no tengo queja alguna con el servicio de la taquería pero algo ocurrió esa noche.
Cuando me senté en aquel lugar percibí un ambiente muy ruidoso. Yo venía y hasta ese momento lo supe, de un lugar en el cual se respiraba una atmósfera de especial placidez, no puedo asegurar que aquello constituyera una experiencia espiritual o algo por el estilo, pero el ambiente era plácido. Aquí sin embargo la cosa era muy distinta.

Un hombre sudaba frente a mí, mientras se llevaba uno de chicharrón a la boca y se me quedaba viendo como si le fuera a arrebatar la comida, luego una señora gorda se vino a sentar a su lado y también se me quedó viendo, pero su mirada un tanto retadora cambió de dirección cuando entraron corriendo tres chiquillos, y la gorda le soltó una bofetada a uno de ellos, lo que lo detuvo en su carrera, mientras los otros se burlaban. Tras los niños venía una pareja de jóvenes muy felices, el chavo traía agarrada a su novia de una nalga y ella sonreía feliz, su blusa corta dejaba escapar unas llantitas y por su escote asomaban un par de senos grasientos, ellos también se acomodaron en la misma mesa.

La gorda trataba de aplacar a los pequeños aunque la verdad sus tres hijos o lo que fueran parecían no entenderle absolutamente nada ya que no hablaba, gruñía y golpeaba a diestra y siniestra tratando de acomodarlos en la mesa. No fue sino hasta que el mesero gritó: orden número 45, que todos por fin se amontonaron en la mesa y entonces aquello se convirtió en un desbarajuste porque se empezaron a pelear por la salsa y el cilantro, no sólo los niños, sino el padre con la hija, el novio con la suegra y los niños entre ellos. La mujer empezó a gruñir y el marido como podía metía mano con total libertad en donde le diera la gana, incluso en los demás platos y reía divertido. Los demás se quejaban pero no hacían nada, trataban de cuidar mejor su plato y devorar con rapidez lo que quedara.

Del otro lado del mostrador, los cocineros trabajaban como de costumbre, entre el calor de las brasas, el olor del chicharrón y las cebollas, con las manos y el rostro bañados en sudor, preparando las carnitas, calentando las tortillas y hasta dándose un tiempo para el chascarrillo, creo, porque de pronto se echaron a reír y voltearon a ver a el busto de la chica gorda que en aquel momento se empinaba para llevarse un taco atestado de salsa a la boca y se le podían ver lo senos mientras el taco chorreaba aceite sobre la mesa… y los niños metiéndole mano a las cebollas y el chavo masticaba con la boca abierta, y el tipo de los de chicharrón que pide otros tres, mientras la gorda aprovechada le mete mano al plato de su hijo, que en venganza le eructa en la cara y tras un momento de silencio, se echan a reír. Y luego eructa el padre y ríen todavía más. Yo creo que ha de haber sido el calor o lo encerrado del lugar, pero en ese momento aquello me empezó a dar asco.

Abandoné la taquería y pasé al lado de otros puestos de taquitos de trompo y carne asada, flautas, hamburguesas al carbón, hot dogs y otras opciones disponibles por las noches en el barrio antiguo. No apetecí nada.

Ya en casa encendí el televisor y lo que son las coincidencias, en Discovery Channel transmitían el documental de Harry, un cerdito de una granja que estaba destinado al matadero. Harry era muy inteligente y despuntaba por una mancha negra en la pata trasera. Un buen día su amo llama a Harry con engaños, para darle de comer y a mazazos en la cabeza le cobra su estadía (Lo crío durante un año con alimento del más caro). La misma suerte corre toda su familia. Apago la televisión y pienso en esa familia de cerdos muertos a mazazos, y luego en esa otra familia que se la ha cenado hoy en el puesto de tacos. “Somos lo que comemos” dijo el devoto del señor Chaitanya, y por alguna caprichosa razón ya no me suena tan disparatado.

Vidal Medina

04 mayo 2010

Ficciones / El sentir de Rita

He podido comprobar la poca o nula capacidad de análisis que contiene una frase como “El sentir del pueblo”. He leído en muchos diarios y revistas que escritores de política, sobre todo, recurren en sus críticas periodísticas a esa frase que, creen, lo dice todo. Es como si creyeran que con ello engloban una opinión masiva sobre cualquier punto, una verdad evidente, quieren apelar al sentido común. Lo más sencillo es generalizar.

Sin embargo no conocen a Rita, mi novia muda. Ella les podría explicar por qué están errados en su apreciación “global” de las cosas. Para empezar no existe un “sentir generalizado”, cada uno de nosotros tiene su propio sentir, es decir una compleja maquinaria de recepción de información y procesamiento de datos (La comparación con una computadora es a propósito para sonar familiar a los lectores de hoy); una particular forma de vida y de expresión, intereses, contacto con el mundo, etcétera.

Un día Rita, mi novia muda, leía el periódico en casa. Era un domingo y los domingos Rita no trabaja; leía un artículo. De pronto aventó el diario al piso e inmediatamente después emitió un sonoro aghh, que despertó mi interés. Es extraño que Rita se exprese así de algo. Un aghh, era hasta ese momento algo nuevo para mí. Conocía cosas como ashh, cuando algo le parecía aburrido o mal escrito; cuando tenía una opinión contraria emitía un mechh, pero ese domingo fue un aghh.

Leí el artículo en una sentada, sin chistar. Rita esperaba a que terminara y me instigaba con su mirada a hacerlo rápido. El artículo en cuestión no tenía casi ninguna diferencia con otros que había leído en la semana. El gobierno cedía terrenos públicos (un parque zoológico) a una empresa privada para construir un estadio de futbol. Un grupo de activistas se oponía a tal acción. No hay nada extraordinario aquí salvo que no hubo consulta pública. Es a todas luces un negocio entre políticos y empresarios, dijo Rita más o menos así: Ah, mhej, mehim, mohein, no puedo ser literal ya que es complicada la transliteración de los intrincados pensamientos de Rita, pero quiso decir que en su sano juicio nadie construiría un estadio de fútbol en este momento. Arguyó que aunque la idea era pésima, dijo uhch, no era eso lo que quería discutir, sino aghh.

Claro le dije yo, es una pésima idea, pero en todo caso deberían hacer una consulta pública y que esto lo decida la mayoría. Es lo que quiere decir el escritor cuando pone “deberíamos hacerle caso al sentir del pueblo” o en otra parte en la que escribe: “pero los políticos tienen oídos sordos para el sentir del pueblo”.

Y entonces algo sucedió porque en ese momento Rita pronunció su aghh. Se llevó las manos al pecho, abrió los brazos y pronuncio lentamente, casi como si hubiera recobrado su capacidad de hablar: meuack. La mirada de Rita cambió de pronto y me contagió de algo que no logro definir pero cuando sucede es único. Mi mirada también cambió. Aghh, sí, pero aghh, meuack.
¿Cuál es el sentir del pueblo? ¿Cómo medirlo? ¿Y si la mayoría se equivoca? ¿Y si no se ponen de acuerdo? No es posible saber qué quiere la mayoría. Rita entraba en una especie de pánico o de ansiedad, y continuó, a veces lo que la mayoría quiere no es lo que necesita, solemos confundir lo que queremos con lo que necesitamos. No necesitamos estadios de fútbol, ni en ese lugar ni en cualquier otro, necesitamos mejores condiciones de trabajo, por ejemplo, menos delincuencia, más educación, etc. Cada uno de nosotros sin embargo es una especie de átomo, que se mueve dentro de un plan particular de vida. Y tiene un “sentir” distinto. No existe algo así como “el sentir del pueblo” y si existe es una creación artificial. La masa amorfa en todo caso es mayoría y el “pueblo” es quien sostiene las armas contra el gobierno, pero los demás estamos fuera. Las mayorías son peligrosas porque suelen ser ciegas, torpes e incontrolables.

¿Entonces?, le digo a Rita, ¿qué nos queda? Pero Rita no me contesta, se queda muda y yo imagino que el sentir de las personas se multiplica como miles de moléculas y cada uno encierra una particular complejidad que se subdivide al infinito, que es inabarcable y solo termina con la muerte, pero ni siquiera ahí termina todo, porque quizá apenas comience, y a pesar de todo a algo damos forma, ¿no?, dije yo... Claro, digo yo mismo, al caos. Al orden del caos. Pero Rita interrumpe mis elucubraciones. No quería ir tan lejos, eso ya es especulación tuya, es tu opinión, me dijo, con un Uy! Ella sólo quería decir que los escritores deberían pensar muy bien las cosas antes de escribir y montarse en el papel de representantes de la mayoría. Nadie puede representar a la mayoría, en todo caso la democracia pensada como el termómetro del “sentir de la mayoría” conduce al fracaso rotundo. Siempre hay alguien que se queda fuera del sistema de competencia y esas son las minorías. Pero son los tiempos que corren, no tenemos sensibilidad para entender los fenómenos sutiles, lo que sucede al interior del alma humana (ella dijo la psique, yo pongo el alma porque soy creyente). Y las opiniones son en su mayor parte muy superficiales.

Ese día, después de escucharla hablar como lo hizo, pensé en que soy muy afortunado al tener una novia como Rita, que me explica cosas como esas a través de sus gemidos, pero sobre todo de la reverberación y la modulación de los mismos, que en boca de Rita se convierten en notas musicales y con esas notas entretejemos nuestra intimidad. Nuestro lenguaje cotidiano. No hablamos el lenguaje de señas aunque lo aprendimos. Rita sabe leer muy bien mis labios y yo he aprendido a leerla a ella. Después de aclarar el punto del artículo me dediqué a atenderla y preparé la cena, como hago todos los domingos, que es cuando podemos platicar a gusto.

Vidal Medina