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29 abril 2013

La estética de lo insignificante / Ranciére

La revolución estética es en primer lugar la gloria de lo insignificante —que es pictórico y literario antes de ser fotográfico o cinematográfico.

Añadamos que esta revolución pertenece a la ciencia del escritor antes que pertenecer a la del historiador. No son el cine y la fotografía los que han determinado los temas y los modos de focalización de la “nueva historia”. Son más bien la ciencia histórica nueva y las artes de la reproducción mecánica las que se inscriben en la misma lógica de la revolución estética. Pasar de los grandes acontecimientos y personajes a la vida de los seres anónimos, encontrar los síntomas de una época, una sociedad o una civilización en los detalles ínfimos de la vida corriente, explicar la superficie a través de las capas subterráneas y reconstituir mundos a partir de sus vestigios, este programa es literario antes que científico.

Esto no significa solamente que la ciencia histórica tenga una prehistoria literaria. Es la literatura misma la que se constituye como una cierta sintomatología de la sociedad y opone esta sintomatología a los gritos y a las ficciones de la escena pública. En el prefacio de Cromwell, Hugo reivindicaba para la literatura la historia de las costumbres en oposición a la historia de los acontecimientos practicada por los historiadores. En La guerra y la paz, Tolstoi oponía los documentos de la literatura, tomados de los relatos y testimonios de la acción de los innumerables actores anónimos, a los documentos de los historiadores tomados de los archivos —y de las ficciones— de aquellos que creen dirigir las batallas y hacer la historia.

La historia erudita ha vuelto a asumir la oposición a la vieja historia de príncipes, batallas y tratados, se ha basado en la crónica de las cortes y en las relaciones diplomáticas, la historia de los modos de vida de las masas y de los ciclos de la vida material, se ha basado en la lectura y en la interpretación de los “testigos mudos”. La aparición de las masas en la escena de la historia o en las “nuevas imágenes” no es en primer término el vínculo entre la era de las masas y la era de la ciencia y técnica. Es en primer término la lógica estética de un modo de visibilidad que por una parte revoca las escalas de grandeza de la tradición representativa y por otra parte revoca el modelo oratorio de la palabra en favor de la lectura de los signos existentes sobre los cuerpos de las cosas, los hombres y las sociedades.

Esto es lo que la historia erudita hereda. Pero se propone separar la condición de su nuevo objeto (la vida de los seres anónimos) respecto de su origen literario y de la política de la literatura en la cual se inscribe. Lo que ella deja de lado —y lo que el cine y la fotografía retoman— es esta lógica que deja aparecer la tradición novelesca, de Balzac a Proust y al surrealismo, ese pensamiento de lo verdadero que Marx, Freud, Benjamin y la tradición del “pensamiento crítico” heredaron: lo corriente se convierte en bello como rastro de lo verdadero. Y se convierte en rastro de lo verdadero si la despojamos de su evidencia para convertirla en un jeroglífico, una figura mitológica o fantasmagórica. Esta dimensión fantasmagórica de lo verdadero, que pertenece al régimen estético de las artes, ha jugado un papel esencial en la constitución del paradigma crítico de las ciencias humanas y sociales. La teoría marxista del fetichismo es su testimonio más notorio: es preciso despojar a la mercancía de su apariencia trivial, convertirla en un objeto fantasmagórico para leer en ella la expresión de las contradicciones de una sociedad. La historia erudita ha querido seleccionar en la configuración estético-política que le proporciona su tema. Ha rebajado esta fantasmagoría de lo verdadero en los conceptos sociológicos positivistas de la mentalidad/expresión y de la creencia/ignorancia.

La división de lo sensible. Estética y política. Fragmento del texto de Jacques Rancière. (Traducción: Antonio Fernández Lera)

17 abril 2013

La literatura hace resistencia al teatro / Heiner Müller

Lo que me interesa es, por ejemplo, el momento en que comienzo a escribir, a concebir o a pensar sobre una obra nueva. Lo primero que viene a mi mente es un sentimiento del espacio, y la composición de personas en ese espacio. A partir de ahí emerge gradualmente un diálogo o un texto, pero lo primero de todo, en el comienzo, es algo realmente no verbal. Y hay una teoría según la cual la base, el elemento fundamental de la tragedia antigua, es estar en silencio. El silencio está ahí antes que la palabra y es prerrequisito para la conversación. El silencio yace bajo el lenguaje, es una capa autónoma, una capa que describe algo, con la cual algo puede describirse, y no es sólo una pausa en el lenguaje. Ésa es la versión aburrida. El silencio no es una brecha.

Hay otra cosa que me interesa. Quizá suene un poco loco, pero en el ballet, por ejemplo —el deporte de alta competencia no es más que una perversión del ballet, especialmente el entrenamiento en un campo específico; el deporte de alto nivel es sólo una forma exagerada de debilidad—, lo que me gusta del ballet es su perspectiva de combinación del hombre y la máquina. Lo que me gusta es el elemento técnico del ballet. Con las circunstancias básicas apropiadas, un día esa combinación va a convertirse en realidad. Comenzó casi con los trasplantes de órganos, los corazones artificiales, etc. Es posible que bajo ciertas condiciones ambientales y atmosféricas el cuerpo humano sea incapaz de sobrevivir sin estar pegado a una máquina. Esta perspectiva no es tan exagerada como suena; la fusión del hombre y la máquina es una nueva forma de vida, una forma orgánica de vida. Una mezcla de lo orgánico y lo inorgánico.

Pero regresemos al silencio, a lo no verbal: las audiencias de hoy en día no soportan el silencio en el teatro. Por eso creo que Beckett estipula tan precisamente la duración de sus pausas. Él sabía por experiencia que tanto al director como al actor les asustan los silencios. Los actores se aterran si no hacen nada durante diez segundos, si no se mueven, si no hablan. Esto va contra el acuerdo. Es que hay un acuerdo, unas reglas básicas del juego: yo pago y usted trabaja. Quiero decir, el actor trabaja y yo como espectador pago. Y lo quiero ver sudar por mi dinero. No hacer nada durante unos pocos minutos va contra las reglas. No pueden descansar, los bastardos, nada de eso: pagué por verlos moverse y hablar.

El movimiento amenaza la calma, la calma amenaza al movimiento. El texto amenaza al silencio y el silencio amenaza al texto. Y ello continúa ad infinitum. Lo que trato de describir es el punto en el cual se crea una nueva vitalidad. El teatro tiene la tarea de reafirmar esa vitalidad contra la presión y/o la exigencia de simplemente reproducir la realidad. Porque es entonces cuando el teatro amenaza la realidad, y con seguridad ésta es su función política más importante, independientemente de cualquier sesgo ideológico. Si el arte no amenaza a la realidad, pues no tiene función alguna, y es un sinsentido gastar dinero en él. Como lo planteó Brecht: “El teatro teatraliza todo, por lo que debemos continuar empujando por su garganta cosas que no pueda digerir”.

Mi opinión es que la literatura está ahí para hacerle resistencia al teatro.

Cuando uno traslada una idea a un cuadro, o la pintura se deforma o la idea explota. Estoy más a favor de la explosión. Creo que Genet encontró una fórmula válida y precisa: lo único que puede hacer una obra de arte es despertar una nostalgia de una forma diferente de ser y estar. Y esta nostalgia es revolucionaria.

En la actualidad la literatura va en una sola dirección, hacia un clasicismo carnavalesco donde los artistas hacen malabarismos. La mayoría de lo que se escribe hoy no tiene sentido, porque es reactivo. La literatura reactiva no es literatura. Aparte de eso, está el problema de que no existe el diálogo ficcional. Toda la escena está sucediendo en mi cabeza, puedo incluso imaginarla con claridad. La puedo pensar toda, pero cuando llego a la escritura del diálogo, me es imposible. Incluso la conversación es posible sólo a través de citas. Se cumple la teoría de Freud según la cual lo hablado en los sueños es recordado o citado: nunca es nuevo, no hay textos originales en los sueños. Y estamos viviendo en una fase onírica similar. Es como si un dialecto se detuviera. Un tiempo congelado. Todo lo que había antes se congestiona. Está disponible, pero nada nuevo es posible.

El arte necesita difusión. Las imágenes de Shakespeare son más amplias, más espaciosas que las de Brecht, porque son menos precisas. Mientras menos ves, más describes. Cuando Robert Wilson habla de su obra, siempre habla del parpadeo. ¿Qué se puede ver en el parpadeo de un ojo? El parpadeo crea continuamente una nueva imagen del mundo, o de la realidad. Esta imagen siempre se olvida. Es exactamente lo que está pasando en Alemania hoy. En la nueva Alemania ya nadie parpadea.

Entrevista completa en: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=535