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02 junio 2012

Carta a los poetas muertos

"Hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses, vivían en las montañas cual ermitaños desahuciados o aristócratas lunáticos; escribían en esos días con la única finalidad de comunicarse con los muertos" -Enrique Vila-Matas.

Siento nostalgia por todos esos años que no viví a su lado. Por aquellas épocas en que no los conocía. Lamento profundamente no haber sido contemporáneo suyo. Nada pude hacer, hubiera deseado ser parte de su selecto grupo de amigos, o de su movimiento literario, pero cómo decirlo, me tocó nacer después, en otra tierra, en otras condiciones.

Cuando ustedes citaban de memoria a Tristan Tzara, yo apenas nacía. Mis padres, sí que pudieron haber leído a Breton, pero no pasó. En Reynosa no pasaba nada. Eran los setentas. O sí pasaban cosas, pero eran cosas grises u ocultas, llenas de humo industrial y con horarios igual de grises, o quizá más grises, horarios negros de trabajo asalariado y de cansancio, negros como una tiza para dibujar la vida monótona, fronteriza, entre calles mal pavimentadas y éxodos de gente hacia Monterrey o “el otro lado”. Las cosas más importantes en el norte del país en esos años estaban vinculadas a divorcios y emigrantes. Niños que van de la mano de sus madres, que toman un autobús para Monterrey, que nunca vuelven a Reynosa. Niños y madres divorciadas que lo pierden todo, sus recuerdos, su familia, al padre. Pero por otro lado queda la promesa de una nueva vida en la Sultana del Norte.

Las promesas en la ciudad de Monterrey son las más imponentes de todo el país y eso es debido a sus montañas. En Monterrey nada es pequeño, ni siquiera la ignorancia. Me hubiera gustado nacer en otra época pero nada pude hacer. La ciudad de los grandes huracanes es también una ciudad hipócrita y egoísta. Las grandes individualidades son más importantes que el compañerismo. Que cada quien se rasque con sus propias uñas. Esas son las condiciones de ser mexicano y norteño, un extranjero siempre.

Mis influencias no son Kerouak o Ginsberg, ni siquiera conocí a los surrealistas; Michael Jackson, Dulce y Timbiriche, en cambio, poblaron mis ideas más radicales; con Juan Gabriel aprendí a pedir perdón y José José me enseñó a estar triste. Bailé con Magneto y crecí con Pipo. Los payasos de la televisión no me hacían reír. A excepción de Lochito, un payaso del desaparecido canal ocho, que luego vino a menos.

Mis padres me inculcaron el valor por el trabajo y la familia. Aunque nuestra familia fuera dis-funcional había que quererla. No me arredré cuanto me metieron a un colegio de monjas. Agarré rumbo. Estudié una carrera empresarial. Aprendí a ser norteño. A quedar bien con todos.

No haber nacido en los 50´s marcó mi vida. He lamentado como nunca, como nadie, no haber sido contemporáneo suyo, no haber estado juntos en estos momentos dolorosos cuando lo querían abandonar todo, que ya no veían salida, que lo habían perdido todo.

Quisiera reavivar el tiempo en que esa llama, con muchos nombres, alimentaba sus impulsos revolucionarios, su gesto a todas luces frontal y descarado, cuando estaban solos, gritando en el desierto, clamando a alguien que aún no existía. Quizás así me siento. .

Convertirme en escritor ha sido un proceso paulatino y solitario. Cuando tuve conciencia de mi vocación literaria intenté armar un grupo de poesía con mis amigos de letras. Conocí a Alex Delmus en el taller de poesía de Facpya. Además de él, que estudiaba letras, estaba un señor de nombre Gregorio y un compañero de la carrera llamado Gerardo. Gregorio llevaba un libro bajo el brazo la primera vez que llegó al taller. Lo puso sobre la mesa. Dijo que lo había mandado a varios concursos pero jamás había obtenido respuesta. Son todos mis poemas. Escribía mucho, dijo, también era conserje de la facultad. Alex Delmus y yo erámos los únicos en el taller que sabíamos algo de poesía, yo ya había pasado por el taller Bocazas Grises. Pero eso ya pasó, nos dispersamos.

No es fácil encontrar un lenguaje fluido e ideas que puedan poblar un relato. Más difícil aún, ideas para un relato bien contado o una novela comercializable. Son demasiadas angustias las que pasan los autores, las penurias se cuentan por miles, pero ¿quién quiere ser autor a estas alturas? Reconozco en los llamados “autores” un compromiso con su nombre, un deber de aparador, la búsqueda constante de una frase llamativa, una insolente verborrea en todo caso, formalmente buena, para tirarse después.

No me junto con artistas, políticos o deportistas. Mis amigos no son famosos. Somos hijos del presente, y quizá los padres de alguna posteridad.

Si nuestro trabajo a nadie inquieta, eso hay que cambiarlo. Hay que inquietarlos hasta las coyunturas de los huesos.

Este es el norte del país, tú sabes de qué hablo, sí tú, el poeta maldito que habita las cuevas de las ciudades que están a punto de morir. A ti te hablo.