La revolución estética es en primer lugar la gloria de lo insignificante —que es pictórico y literario antes de ser fotográfico o cinematográfico.
Añadamos que esta revolución pertenece a la ciencia del escritor antes que pertenecer a la del historiador. No son el cine y la fotografía los que han determinado los temas y los modos de focalización de la “nueva historia”. Son más bien la ciencia histórica nueva y las artes de la reproducción mecánica las que se inscriben en la misma lógica de la revolución estética. Pasar de los grandes acontecimientos y personajes a la vida de los seres anónimos, encontrar los síntomas de una época, una sociedad o una civilización en los detalles ínfimos de la vida corriente, explicar la superficie a través de las capas subterráneas y reconstituir mundos a partir de sus vestigios, este programa es literario antes que científico.
Esto no significa solamente que la ciencia histórica tenga una prehistoria literaria. Es la literatura misma la que se constituye como una cierta sintomatología de la sociedad y opone esta sintomatología a los gritos y a las ficciones de la escena pública. En el prefacio de Cromwell, Hugo reivindicaba para la literatura la historia de las costumbres en oposición a la historia de los acontecimientos practicada por los historiadores. En La guerra y la paz, Tolstoi oponía los documentos de la literatura, tomados de los relatos y testimonios de la acción de los innumerables actores anónimos, a los documentos de los historiadores tomados de los archivos —y de las ficciones— de aquellos que creen dirigir las batallas y hacer la historia.
La historia erudita ha vuelto a asumir la oposición a la vieja historia de príncipes, batallas y tratados, se ha basado en la crónica de las cortes y en las relaciones diplomáticas, la historia de los modos de vida de las masas y de los ciclos de la vida material, se ha basado en la lectura y en la interpretación de los “testigos mudos”. La aparición de las masas en la escena de la historia o en las “nuevas imágenes” no es en primer término el vínculo entre la era de las masas y la era de la ciencia y técnica. Es en primer término la lógica estética de un modo de visibilidad que por una parte revoca las escalas de grandeza de la tradición representativa y por otra parte revoca el modelo oratorio de la palabra en favor de la lectura de los signos existentes sobre los cuerpos de las cosas, los hombres y las sociedades.
Esto es lo que la historia erudita hereda. Pero se propone separar la condición de su nuevo objeto (la vida de los seres anónimos) respecto de su origen literario y de la política de la literatura en la cual se inscribe. Lo que ella deja de lado —y lo que el cine y la fotografía retoman— es esta lógica que deja aparecer la tradición novelesca, de Balzac a Proust y al surrealismo, ese pensamiento de lo verdadero que Marx, Freud, Benjamin y la tradición del “pensamiento crítico” heredaron: lo corriente se convierte en bello como rastro de lo verdadero. Y se convierte en rastro de lo verdadero si la despojamos de su evidencia para convertirla en un jeroglífico, una figura mitológica o fantasmagórica. Esta dimensión fantasmagórica de lo verdadero, que pertenece al régimen estético de las artes, ha jugado un papel esencial en la constitución del paradigma crítico de las ciencias humanas y sociales. La teoría marxista del fetichismo es su testimonio más notorio: es preciso despojar a la mercancía de su apariencia trivial, convertirla en un objeto fantasmagórico para leer en ella la expresión de las contradicciones de una sociedad. La historia erudita ha querido seleccionar en la configuración estético-política que le proporciona su tema. Ha rebajado esta fantasmagoría de lo verdadero en los conceptos sociológicos positivistas de la mentalidad/expresión y de la creencia/ignorancia.
La división de lo sensible. Estética y política. Fragmento del texto de Jacques Rancière. (Traducción: Antonio Fernández Lera)
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